El numerito

29/Jul/2014

ABC Andalucía, Por David Gistau

El numerito

HACE algún tiempo, tuve
ocasión de participar en una cena en la que estaba una persona que podría haber
ocupado una jefatura de Estado europea. Por alguna razón que no recuerdo, la
conversación derivó al Holocausto, lo cual provocó un rato de tensión en un
ambiente que hasta entonces, con los rostros bronceados propios de la estación,
había sido ligero y divertido. La persona en cuestión dijo dos cosas que me
parecieron arraigadas en la cultura europea contemporánea. Que los judíos con
los que trataba eran cerrados y desconfiaban de todos, a lo cual se le
respondió que el recelo era como mínimo comprensible en un continente que hacía
tan sólo un par de generaciones había metido en hornos crematorios a sus
abuelos. Y que él se preguntaba hasta cuándo deberíamos cargar con un complejo
de culpa colectivo: «Estoy harto de que vengan enseñándome el numerito tatuado
en el brazo». Esta frase entrecomillada es textual, la pronunció golpeándose la
cara interna del bíceps, que es uno de los lugares donde solía tatuarse «el
numerito».

Creo que la Europa
posterior a los años cincuenta consideró un engorro tener que matizar una
tendencia milenaria a la judeofobia por la influencia de ese mismo complejo de
culpa, o de compasión, o de horror, del que en el fondo ansiaba liberarse como
de un castigo ya cumplido. Véase que el cine y la literatura sobre la Shoa a
menudo eran recibidos como manipulaciones de un «lobby» que deseaba mantener la
ventaja del victimismo. Eran obras que venían enseñando el numerito, desde
Spielberg a Lanzmann, Primo Levi o Raúl Hilberg. Por ello esta Europa abrazó
con tanto entusiasmo la oportunidad de renovar un discurso judeófobo con el que
se declaraba extinta la culpa y que se debió a dos factores. La incorporación
del pensamiento de izquierda al antisemitismo, que lo rehabilitaba del vínculo
fascista. Y las guerras de Israel, cuyo Thazal, al conceder poder militar a una
víctima determinada a no volver a serlo, anulaba también el privilegio del
victimismo concedido a regañadientes después de la apertura de las puertas de
los campos de exterminio.

Si a esto se agrega la
neblina de distancia histórica que va envolviendo Auschwitz, resulta que el
ambiente está preparado para que vuelva a fluir sin contenciones un odio
incorporado a la genética europea. En un país en el que salta una alarma cada
vez que aparece un renglón contrario a la corrección política, sin embargo es
posible leer artículos que habrían abierto portada en Der Stürmer. Basta tomar
como ejemplo el de ayer de Antonio Gala en «El Mundo». No es espantoso porque
refleje conmoción por las muertes civiles en Gaza, lo cual sería comprensible
incluso en el choque primario de propagandas que caracteriza todo conflicto. Lo
es porque va más allá y, aprovechando que el clima de aversión inspirado por la
entrada israelí en Gaza aceptaría durante estos días cualquier barbaridad, hace
un análisis justificador de todas las persecuciones y expulsiones sufridas a lo
largo de los siglos por «el pueblo hebreo», al que al menos, bien apegado al
estereotipo del odio al que ni Shakespeare se mostró ajeno, el autor reconoce
que sabe manejar el dinero. En todo lo demás, no es un pueblo, sino un monstruo
que merecido tiene cuanto le ocurrió y cuanto le ocurra.

No hace tanto tiempo, las teorías negacionistas
movían a escándalo. Ahora salen publicadas sin reparo otras que ni se molestan
en negar, peor aún, que aprueban como parte de una justicia histórica hasta lo
que los nazis se resistían a admitir. Verdaderamente, el numerito tatuado ya no
impresiona a nadie.